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Los ojos de la culebra III

A mí no me gustaba la cumbia para nada, menos esa cumbia chichera y cursi que inundaba todas las radios y locales de esta ciudad.
—Bailemos esta canción, preciosura —me dijo el Comandante de la policía, con su aliento a ron con Coca Cola.
—Solo lo hago por ti, querido —le contesté, con el odio impreso en la mirada que todas las putas llevamos dentro cuando hacemos algo en contra de nuestra voluntad.
Pero mi interés en la cumbia comenzó el día que sucedió la explosión en el mercado Túpac Amaru. Ocurrió que en el momento de la explosión, el grupo que estaba en el escenario, tocaba una canción de Néctar, la famosa agrupación de cumbia de la que todos sus músicos habían muerto, semanas atrás, en un accidente automovilístico en Argentina cuando hacían una gira. Durante más de dos semanas comentaron la noticia en la televisión al punto de aburrir.
—Te mueves muy bien, preciosa. ¿Así serás en la cama? —el Comandante me puso la mano en la colita.
—Solo tu billetera puede averiguar eso, hijo de puta —le dije, desafiante, retadora, haciéndole saber quién mandaba a quién.
—Ja, ja —rió—. Así me gusta. Si así eres bailando, ¿cómo serás en la cama?
Se dijo que la explosión en el mercado la había provocado un fanático de Néctar; un loco, llevado por el trauma de no aceptar la muerte de sus estrellas musicales. Y que, ahora, quería enterrar a todos aquellos que los imitaran. Explicaron que era algo así como el muchacho que disparó a un rockero famoso a pesar de ser un fanático suyo. Después eso se descartó y empezaron a hablar de mil cosas, pero a mí me quedó la duda y entonces empecé a interesarme en la música de Néctar. En mis ratos libres me dedicaba a copiar la letra de sus canciones y a tratar de descubrir algún mensaje. Con todo eso, su ritmo se me fue pegando y más aún cuando en El Fogón Chino empezaron a poner solamente sus canciones, todas las noches, para conmover y alegrar a los clientes y hacer que se emborracharan más rápido y gastaran más. Estaba bien ser puta, pero ser una puta que le gustara la cumbia ya era lo peor, que iba en contra de las putas clase A1. ¿Dónde estaba Candy, la puta que era yo en la costa? ¿Acaso, Azucena, la puta que era yo en el altiplano, había cambiado? ¿Eran las ciudades las que te cambiaban? ¿Qué poder tenían? ¿O era su gente la que te hacía cambiar? Esa gente que tenía dinero y poder. ¿Lo era todo el dinero?
—Ya está terminando la canción, ya no quiero bailar —le dije al Comandante.
—Está bien —me respondió tratando de besarme en el cuello—, vamos a que demuestres tus dotes, putita linda.
—Te gusta insultarme, ¿no?
—Sí, mi hijita.
—Cada insulto te costará un billete.
—Entonces no me cansaré de decirte lo que me venga en gana —el Comandante se entusiasmó.
—Vamos, de una vez —le dije, poniéndome delante de él, cogiéndole la mano para llevarlo a mi habitación. Sabía que el ofenderme lo excitaba porque le hacía nacer un sentimiento de posesión, así como un león que cuando caza a su presa puede hacer con ella lo que quiere—. Sé que miras mi colita y te pones como un león, ¿no, papito?

Continuará…

Tomado de: Diario Los Andes

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