
Cuento: Los ojos de la culebra
Recopilación del cuento de Christian Reynoso publicado por el diario «Los Andes»
Noticia: El 18 de mayo de 2007, alrededor de las ocho de la noche, en el mercado internacional Túpac Amaru de la ciudad de Juliaca, en medio de una fiesta popular, explotó una mochila que contenía 800 gramos de dinamita. Fallecieron instantáneamente siete personas y resultaron heridas más de medio centenar. Esas fueron las cifras oficiales brindadas por la Policía Nacional del Perú. Sin embargo, hubo una octava víctima —mujer— de la que nadie se enteró. Su cuerpo fue encontrado tiempo después, escondido en un almacén, en estado de descomposición y con signos de haber sufrido los efectos de la explosión. Esta mujer formaba parte de La Culebra.
Dicen que hay libros dedicados a las putas, ¿será cierto?, no lo sé. Pero lo que sí sé es que en el mundo hay un montón de libros dedicados a todas las cosas, ¿por qué no, entonces, a las putas? Yo leí uno que me regaló Sebastián como parte del pago de una deuda que me tenía. Si no lo hubiera hecho, nunca habría sabido de la existencia de ese libro. Era grueso, de unas quinientas páginas y letra chiquita. Cuando lo recibí sentí mucha pereza de leerlo todito, pero Sebastián insistió en que lo haga.
—Si vos querés ser una puta de clase A1, tenés que leerlo —me dijo con su forma esa de hablar, toda argentina.
Convencida por la curiosidad de saber qué era una puta de clase A1, me decidí a leerlo, de principio a fin, yo, que solo me había interesado en catálogos de belleza y chismes de la farándula. Pero en honor a la verdad, quedé atrapada con la historia desde las primeras páginas. ¡Qué loco aquel autor que había escrito todo eso! ¿Cómo lo habría hecho?
—Te fijás, te fijás —me decía Sebastián—. ¿Acaso no tenía razón?
—¡Ya, cállate, argentinito! —le contestaba—. Me desconcentras.
Cuando terminé de leer el libro decidí convertirme en una puta de clase A1 o, para entenderlo mejor, en una puta profesional, si es que así se puede decir. Dejé el burdelito de media caña donde trabajaba, abandoné a Sebastián, fui a ver por última vez el mar y partí para esta ciudad del altiplano. Los rumores decían que aquí se podía ganar hasta el triple por los servicios que una brindaba. Al final, me di cuenta que la ventaja de ser una puta profesional era que por cada servicio podía recibir mayor cantidad de dinero. Así, lo que ganaba con un hombre en un solo servicio, significaba para las que no eran profesionales, tres o cuatro servicios. Solo había que saber comportarse como una profesional.
No podía quejarme. Muy pronto empecé a amasar fortuna. Cambié mi nombre de batalla, aquí sería Azucena. Mi cara bonita y mi colita respingada, blanca, de la costa, como decían los de aquí, me permitía hacer y deshacer con los clientes. Claro que aquí el trabajo no se parecía en nada a la forma como se contaba en el libro aquel sobre la puta clase A1. Allí, la puta se llamaba Violeta y captaba a sus clientes en los salones de recepción de los grandes hoteles de Nueva York. Prestaba sus servicios a altos ejecutivos y empresarios. Para mí, en cambio, mi reinado fue el pequeño Taiwán del Perú, como llaman a esta sucia ciudad de Juliaca, llena de tierra, desordenada y repleta de comerciantes. En vez de grandes hoteles eran habitaciones de burdel y en vez de altos ejecutivos eran los contrabandistas de La Culebra, que eran los que tenían más dinero y poder en esta ciudad. Ellos podían dar el mundo entero por una movidita de colita con pasión y amor.
Cuando escuché eso de La Culebra me dio mucha risa porque pensé que hacían una comparación entre sus miembros viriles y las culebras: largas, pequeñas, gruesas o delgadas, ¿hay de todas formas, no? Pero, poco a poco, me fui dando cuenta de que La Culebra era la forma cómo estos hombres y sus mujeres y amantes, conseguían tener cerros de dinero y poder económico. En ello no había nada de los rituales con culebras, boas, llamas, cuyes, huevos y hasta seres humanos, que por aquí, dicen, se hacen para pagar a la tierra.
Empecé a trabajar en El Fogón Chino, donde nos llamaban “conejitas”. Pero qué conejas ni conejas si ni siquiera podíamos ponernos colitas atrayentes y orejas sexys para atraer a los clientes, porque el frío nos mataba. A comparación de la costa, aquí, en la altura, el frío era insoportable y había que combatirlo. Sobre todo nosotras, las nuevas, que no éramos de aquí y que estábamos recién subiditas. Teníamos que usar abrigos gruesos que tapaban nuestra ropa interior de encajes y que apenas podíamos abrir para enseñar nuestras cositas. Por eso, en cada una de nuestras habitaciones había un pequeño fogón que nos calentaba durante la noche, a ello respondía el nombre del burdel y a mí me hacía mucha gracia.
El sol no calentaba nada, era un sol chuncho y cuando llovía, el tiempo se ponía insoportable. Horas de horas de lluvia, con fuertes truenos y rayos, como si el cielo estuviera cayéndose. Eso perjudicaba nuestro trabajo porque los clientes detestaban venir. Nadie quería tirar en tormenta y con tanto frío.
Había un montón de burdelitos en otras zonas de la ciudad, pero pertenecían a los de baja categoría. En cambio, El Fogón Chino era el más respetado y visitado, y estar en su lista de oferta significaba ser una puta clase A1, y esto, sin contar que dentro de todo el personal, había también diferencias y precios distintos. Con mucha suerte, desde el comienzo formé parte de las escogidas. ¿Acaso por mi colita respingada?
Las primeras semanas de cada mes el trabajo se multiplicaba por mil. Muchas veces tuve que utilizar cremas protectoras porque mi “chullito”, como así llamaban aquí a la “cosita”, se irritaba e inflamaba por su uso sin descanso. Pero business eran business, decía Violeta en aquel libro. Entonces, mi “chullito” recibía a mil por hora a innumerables clientes. Venían de esta ciudad y de otras cercanas. Ingenieros, funcionarios, policías, universitarios, gente de paso, turistas, gringos y extranjeros que se habían enterado del Fogón. Otras veces, venían chiquillos, estudiantes en viaje de promoción, guapos y varios de ellos sin descartucharse. Era un chiste cuando te tocaba uno de esos. Temblaban los pobres de tener al frente a una mujer desnuda y para colmo, cuando probaban la mermelada, no querían irse. Pero nuestros clientes en su mayoría eran los comerciantes y contrabandistas que, la primera semana de cada mes, festejaban el éxito del negocio, después de haberse entregado en vida y alma a organizar el paso de La Culebra.
—¡Pasó La Culebra sin inconvenientes! —festejaban, alegres, mientras pedían whisky y cerveza.
Eso significaba para nosotras trabajo seguro durante una semana y mucho dinero por ganar. Pero otras veces, La Culebra no pasaba y teníamos que contentarnos con los mineros de Ananea, La Rinconada y San Rafael que venían la segunda semana de cada mes a la ciudad para vender y negociar el oro obtenido en las minas y, de paso, aprovechar y cambiar de “minitas”, es decir, cambiar de putitas, porque se aburrían con las que habían en la mina. Para nadie era un secreto que en las minas del altiplano había cientos de putas, sin carné de sanidad y con muchas limitaciones en la calidad del servicio, a comparación de nosotras, eso sí.
Los mineros generalmente pagaban con pepitas de oro y a nosotras, que no éramos entendidas en ese negocio, nos resultaba complicado. No era, pues, dinero sonante y contante, y no podíamos descartar que nos engañasen con el peso y con el producto. Además, después había que cambiar las pepitas y ello acarreaba un peligro. Había bandas que asaltaban a los mineros y a las tiendas donde cambiaban el oro. Por lo demás, cuando se juntaban contrabandistas y mineros, no había descanso para nada. Trabajábamos desde el almuerzo hasta las cuatro o cinco de la madrugada, sin parar, polvo tras polvo.
Al comienzo no entendía a qué se referían cuando hablaban del paso de La Culebra, de si pasó o no pasó; luego entendí que eso era importante ya que de ese éxito también dependía el nuestro. Había tres pases al mes. Cada pase exitoso de La Culebra significaba que toda la mercadería ilegal traída desde La Paz y Chile, contenida en treinta o cuarenta camiones, había pasado sin problemas los controles de la policía y los de aduanas, hasta llegar a Juliaca para de aquí ser enviada a Lima, Arequipa y Cusco. Cuando el pase no salía exitoso significaba que habían ocurrido problemas, enfrentamientos con la policía, disparos, muertos, decomisos, pérdida de mercadería; en otras palabras, todo el trabajo y la plata invertida al agua. Y toda la ciudad pagaba las consecuencias de ello.
Así continuaba la rutina hasta que un día hubo una explosión en el mercado Túpac Amaru, el más grande e importante de Juliaca, donde se celebraba una gran fiesta. Fue terrible. Sangre, mutilados, vidrios rotos, alaridos, todo se vio por televisión horas más tarde. Murieron varias personas y los heridos se contaron por decenas. En las radios dijeron que se trataba de un atentado.
A mí no me gustaba la cumbia para nada, menos esa cumbia chichera y cursi que inundaba todas las radios y locales de esta ciudad.
—Bailemos esta canción, preciosura —me dijo el Comandante de la policía, con su aliento a ron con Coca Cola.
—Solo lo hago por ti, querido —le contesté, con el odio impreso en la mirada que todas las putas llevamos dentro cuando hacemos algo en contra de nuestra voluntad.
Pero mi interés en la cumbia comenzó el día que sucedió la explosión en el mercado Túpac Amaru. Ocurrió que en el momento de la explosión, el grupo que estaba en el escenario, tocaba una canción de Néctar, la famosa agrupación de cumbia de la que todos sus músicos habían muerto, semanas atrás, en un accidente automovilístico en Argentina cuando hacían una gira. Durante más de dos semanas comentaron la noticia en la televisión al punto de aburrir.
—Te mueves muy bien, preciosa. ¿Así serás en la cama? —el Comandante me puso la mano en la colita.
—Solo tu billetera puede averiguar eso, hijo de puta —le dije, desafiante, retadora, haciéndole saber quién mandaba a quién.
—Ja, ja —rió—. Así me gusta. Si así eres bailando, ¿cómo serás en la cama?
Se dijo que la explosión en el mercado la había provocado un fanático de Néctar; un loco, llevado por el trauma de no aceptar la muerte de sus estrellas musicales. Y que, ahora, quería enterrar a todos aquellos que los imitaran. Explicaron que era algo así como el muchacho que disparó a un rockero famoso a pesar de ser un fanático suyo. Después eso se descartó y empezaron a hablar de mil cosas, pero a mí me quedó la duda y entonces empecé a interesarme en la música de Néctar. En mis ratos libres me dedicaba a copiar la letra de sus canciones y a tratar de descubrir algún mensaje. Con todo eso, su ritmo se me fue pegando y más aún cuando en El Fogón Chino empezaron a poner solamente sus canciones, todas las noches, para conmover y alegrar a los clientes y hacer que se emborracharan más rápido y gastaran más. Estaba bien ser puta, pero ser una puta que le gustara la cumbia ya era lo peor, que iba en contra de las putas clase A1. ¿Dónde estaba Candy, la puta que era yo en la costa? ¿Acaso, Azucena, la puta que era yo en el altiplano, había cambiado? ¿Eran las ciudades las que te cambiaban? ¿Qué poder tenían? ¿O era su gente la que te hacía cambiar? Esa gente que tenía dinero y poder. ¿Lo era todo el dinero?
—Ya está terminando la canción, ya no quiero bailar —le dije al Comandante.
—Está bien —me respondió tratando de besarme en el cuello—, vamos a que demuestres tus dotes, putita linda.
—Te gusta insultarme, ¿no?
—Sí, mi hijita.
—Cada insulto te costará un billete.
—Entonces no me cansaré de decirte lo que me venga en gana —el Comandante se entusiasmó.
—Vamos, de una vez —le dije, poniéndome delante de él, cogiéndole la mano para llevarlo a mi habitación. Sabía que el ofenderme lo excitaba porque le hacía nacer un sentimiento de posesión, así como un león que cuando caza a su presa puede hacer con ella lo que quiere—. Sé que miras mi colita y te pones como un león, ¿no, papito?
Con tantas horas de placer que le di al Comandante, haciéndole todo lo que quería, me fue agarrando confianza. Cada vez que le daba un servicio se quedaba un rato más para conversar. Pedía una cerveza para mí y él tomaba ron con Coca-Cola y me pagaba el tiempo extra. Me contaba que era soltero y sin hijos, y que estaba interesado en ascender en su carrera policial para llegar a ocupar el máximo cargo; por eso no se había preocupado en formar una familia.
—Algún día llegaré a ser general —decía.
—Tú ya eres mi general —le contestaba, para hacerlo sentir bien.
No era mala persona ni cualquier cosa. Tenía su pinta, su porte, como dicen, y era atlético y hacía el amor bien. Alguna vez hasta pensé que me estaba enamorando de él, pero no, no podía permitirme esas cosas. Además, así como un día estaba conmigo, otro día estaba con la chilena o con la selvática de Puerto Maldonado que también eran putas A1 como yo.
Pensé que porque me contaba algunas cosas suyas yo podía significar algo más para él. Confundí las cosas, pero no llegó a más. Tan fácil como podía enamorarme podía desenamorarme. Además, mi corazón y mi cabeza tenían siempre presente a Sebastián.
En una oportunidad, mientras conversábamos, le pregunté si ya se sabía quiénes habían sido los autores de la explosión en el mercado Túpac Amaru.
—¿Por qué preguntas eso? —me contestó—. ¿A ti qué te importa?
—Nada, no me importa. Solo me da curiosidad. En esta ciudad pasan tantas cosas que una ya no sabe qué podría pasarle.
—Mejor olvídate de eso —no quiso hablar del tema—. Tú sigue con tu trabajo.
No le insistí, pero me pareció extraño. ¿Por qué no quería hablar de eso y me decía que lo olvide? Está bien, yo era una puta y él no tenía por qué contarme esas cosas pero tampoco era para tanto. Solo era mi curiosidad llevada por lo que se hablaba en la ciudad: que el atentado había sido una venganza. La venganza de un grupo de comerciantes de “alto vuelo” en contra de los contrabandistas de La Culebra, porque estos los habían desplazado del control que tenían sobre el contrabando de la zona sur, haciéndoles perder dinero y mercadería.
En El Fogón Chino este fue el chisme más comentado durante un tiempo. Con el correr de los días todo lo que se decía se iba confirmando por boca de los propios comerciantes y contrabandistas que venían al Fogón, claro, en semanas distintas, porque si no, ¿qué hubiera sido? Quizá ni el Fogón ni nosotros seguiríamos aquí para contarla.
Los de La Culebra como tenían dinero, a veces alquilaban El Fogón Chino solo para ellos. Traían su propio whisky importado y aquí compraban la cerveza. Mezclaban ambos para marearse más rápido y desinhibirse. Cuando llegaban a ese estado nosotras entrábamos a escena. Nos pedían de todo: que les bailemos calatitas, que les hagamos posiciones atrevidas, que nos toquemos entre nosotras; así se iban emborrachando más y más hasta que empezaban a manosearnos para finalmente hacernos eso que tanto querían, turnándose unos a otros. A veces ya ni siquiera querían usar protección y teníamos que engañarlos para que lo hagan. A mayor borrachera los billetes salían de sus bolsillos más rápido, a punto de quedar tirados en el piso como si no valieran nada y fueran papeles para barrer. Nunca antes había visto eso en mi vida. Una vez que se servían de nosotras se ponían como locos y se emborrachaban más para en seguida discutir, gritar y llorar. Parecía que les venía la sensación de la culpa y empezaban a decir una serie de cosas relacionadas con padrinazgos, compromisos, juramentos de venganza y lamentos a causa de problemas y deudas.
Nosotras nos ganábamos con todo lo que escuchábamos. El dueño del Fogón Chino nos advertía que no debíamos hablar ni comentar lo que oíamos. Pero ya para entonces el chisme corría por todas las habitaciones y de cualquier forma salía a la ciudad. Los de La Culebra no pagaban nuestro silencio. Eso también costaba, pues.
Como el Comandante no quiso contarme nada de los autores de la explosión para confirmar lo que nosotras sabíamos, empecé a chantajearlo diciéndole que si no me contaba, ya no le haría las cositas que le gustaban ya que solo yo podía hacérselas como él quería. Esa era mi ventaja sobre él y él lo sabía. Al comienzo se resistió pero luego no aguantó y empezó a soltar todo lo que le preguntaba. Por supuesto, como todo hombre, muy bien podía mentir, pero a mí me daba lo mismo. Solo quería satisfacer mi curiosidad y dejarme llevar por todas esas cosas tan cochinas y escabrosas que ocurrían en esta ciudad. Era el morbo, o no.

